¡A los Toros!
- Jaime A. Dousdebés Veintimilla
- 31 oct 2016
- 4 Min. de lectura
El radiante sol ecuatorial de medio día posa sus centellantes rayos sobre dorados clarines que se encienden como tubas de fuego y entonan diamantinas notas en el albero de Iñaquito, junto al redoble de tambores tocados por marciales guardias municipales uniformados de elegante azul y rojo, anuncian al público que llena la Plaza desde la arena hasta las Banderas una tarde de corrida.
De pie en sereno y profundo silencio la gente aguarda que se entonen las notas del Himno Patrio que precede a la Fiesta Brava, el multicolor aspecto del vestir que engalana a la afición preanuncia la alegría de un espectáculo sin par.
Se abren las rojas puertas de cuadrillas y sobre la blanca arena avanza un formal monosabio que a los pocos pasos descubre su cabeza y se inclina en profunda reverencia frente a la Presidencia de la Plaza, solicitando así autorización para iniciar el paseíllo.
Dos blancos corceles de escultural figura, largas crines, cuello recogido, braceo caracoleado, como salidos de un cuadro ecuestre de Tiziano, transportan a dos jinetes ataviados a la usanza del siglo de oro español, capa, chaleco y pantalones de seda negra, listonados por cintas rojas, cual corona una golilla de seda blanca hace de pedestal para la cabeza de los Alguaciles quienes portan vistosos sombreros tocados con penachos.
Nuevamente suenan los clarines sus tonos de fiesta. Con elegante paso los Alguaciles conducen sus cabalgaduras alrededor de la plaza y deleitan al público en una escena salida del fondo de los tiempos, pero con absoluta vigencia en el siglo XXI. Enfilan sus jacas los jinetes frente a la autoridad, descubren sus cabezas y reciben las llaves de la Plaza como símbolo de que puede iniciar la corrida. Vuelven grupas y se dirigen para encabezar el paseíllo.
Tres diestros lo preceden en estricto orden de antigüedad, trajes de seda ora con fuertes colores, ora en delicados tonos, visten los matadores, pero siempre adornados con lentejuelas de oro y plata que frente al sol brillan y cintilan como estrellas clavadas en sus pechos, por eso se dice los toreros se visten de luces. Gallardos cruzan la arena, portan capotes de paseo casi siempre bordados con alguna imagen religiosa, avanzan los toreros envueltos de Fe. Guardan sus espaldas una cuadrilla de subalternos también vistosamente vestidos con trajes de seda, pero sin luces y si con bordados, así marcan la jerarquía. Otros dos jinetes siguen el cortejo portan largas picas y van cubiertos de sombrero castoreño, casi siempre su figura es hierática, son los Picadores. Por último, cierran el paseíllo adornadas mulillas un poco alborotadas, pero hábilmente conducidas por los mulilleros, una nutrida banda de músicos acompaña la ceremonia al son de un alegre pasodoble.
Detiénese el paseíllo frente a las autoridades de la Plaza, cruzan saludos, se dispersan los toreros, capean al aire probando sus pases, tras el burladero en atenta movilización el mozo de espadas prepara los trastos.
Otra vez se escuchan los clarines que anuncian el primer toro de la tarde, un clarísimo cartel es paseado alrededor del ruedo, nombre, peso, número y ganadería son identificados.
En ocasiones el matador recibe al burel arrodillado en la arena, enfrentado a la puerta de toriles, frecuentemente el toro sale a gran velocidad arrollando con toda su fuerza contra el matador, quien flamea su capote y lo burla “A Puerta Gayola”. Es uno de los quites más asombrosos de toda la faena. Luego con vistosos pases de capa, Verónicas, Chicuelinas o Gaoneras el torero prueba y conoce al toro. Los infaltables clarines superior forma de comunicación entre autoridad, toreros y aficionados anuncian el siguiente tercio.
Verónica, verdadero icono, es el nombre de la feliz mujer que tratando de aliviar a Jesús durante su camino al Calvario le enjugó con un paño su Rostro, a tal acto de amor el Divino Maestro lo premio estampando su Faz en la tela. De este paso de la Pasión sale el nombre del pase, en que el torero sembrado en la arena y muy pegado al toro hace pasar al astado junto a su percal, entonces por analogía lo llaman Verónicas.
Salen los Picadores empuñando fuertemente sus picas, reflejando decisión de dar gran pelea, con armoniosos lances y acompasados pasos el matador lleva al toro contra la cabalgadura, el noble bruto muestra su casta y enviste fijamente, el de acaballo hace su labor probando la fiereza.
Agudas notas de vibrantes clarines ordenan se pase a la suerte de varas. El torero o algún subalterno se enfrenta al toro con la única defensa que es su propio pecho y en ágil quite deja sobre su lomo multicolores banderillas que lo adornan y sirven para sangrarlo.
Cambio de suerte
Reverente el espada se retira la montera y con elegante gesto saluda a la afición a quien brinda la faena, sonoras palmas y gran entusiasmo es la respuesta. Con la muleta el torero demuestra ser verdadero matador, afiligranadas tandas de variados pases arrancan entusiasmados ¡olés! del público expectante que festeja al diestro.
Bajo el paño rojo un estoque de acero toledano, con milenario temple, su punta puede tocar la empuñadura sin quebrarse, estira la muleta que en manos del torero se abaniquea suavemente, burlando a la muerte.
Arte se dice al esculpir la piedra, arte se llama al pintar los lienzos, arte hay cuando se entrelazan hermosamente las palabras o cuando conjugan melodiosamente las notas musicales, ¡cuanto más arte! forja el torero plasmando inolvidables pases fraguados en las astas de los toros.
Concluido el arte de recoger, fijar y mandar llega la suerte suprema de matar. Toro y torero se embisten en combate final. La arena acoge a la noble bestia que luchó con bravura, leal el público ovaciona a los dos, la vuelta al ruedo los cubre de gloria.
La corrida sigue, el entusiasmo aumenta.
Nada, arrancará el entusiasmo de los ecuatorianos por la Fiesta Brava ¡olé!
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